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lunes, 3 de diciembre de 2012

Recordando a José María Arguedas (*)




Fotografías (de arriba-abajo): Alfonsina Barrionuevo.
3. Alicia Bustamante (sosteniendo un torito de Pucará) y Alfonsina Barrionuevo. Fuente: http://www.terra.com.pe/patrimonio-cultural/noticias/pat237/jose-maria-hermanas-bustamante.html


Por Alfonsina Barrionuevo


Su sonrisa llenó de luz la estancia, pequeña y un tanto oscura. Me animó verle cuando se puso de pie. Lo vi como un Apu, como una montaña. Se lo dije y movió la cabeza. “Soy solamente José María Arguedas -dijo-. Así me tienes que llamar.” Para mis dieciséis años juveniles era imposible. Había llegado de Cusco y, mientras afuera había un fuerte movimiento automotor, la dirección del Museo de Historia de la Cultura en la avenida Alfonso Ugarte fue para mí como una isla. Allí resplandecía la ternura del gran escritor haciendo retroceder mi timidez. Hernán Velarde, quien también procedía de la capital imperial, se encargó de expresarle nuestra admiración. Cada uno había leído alguna de sus obras y habíamos encontrado en sus páginas el espíritu de los runas, nuestros hermanos, cariñosos, sencillos y transparentes.

Cuando insistió en que le tratásemos como un viejo amigo, “José María” nada más, sin otro título universitario, me asombró. Yo era demasiado joven y no pude pasar con facilidad la valla de respeto que le tenía. Hasta que afirmó, muy risueño, que nos quería porque habíamos leído sus obras. Tanto insistió que al  fin aprendí a hablarle como pidió, hasta que no importó el abismo de años que me enseñó a franquear para encontrarle.

Estuvo muchas veces en mi casa, un departamento del jirón Moquegua, en el centro de Lima, donde fui a vivir cuando me casé con Hernán Velarde y había iniciado estudios en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Nosotros íbamos también de visita a la suya, en el jirón Chota, un poco más apartado, con ponchos en los sillones que le daban sabor.

Siempre teníamos visitas importantes. El guitarrista Raúl García Zárate, la periodista Doris Gibson,  el pintor Justo Béjar, el arpista Tani Medina, el wanka César Villanueva, la cantante Zoila Zevallos con una voz más alta que la de Ima Sumaq, el poeta Moreno Jimeno y, en más de una ocasión el escritor Ciro Alegría, a quien jamás pude tratar de tú pero sí recibir con simpatía pues, había leído en mi niñez sus “Perros Hambrientos”. A él le resentía no tener un repertorio de waynos, pero una noche se dio el gusto de cantar uno de su tierra norteña. 

Tendría mucho que contar de los años en que estuvo casado con Celia Bustamante. Le dolía el hijo que perdieron antes de nacer. Si se hubiera realizado quizá otro hubiera sido su destino. Quizá hubiera superado su conflicto de sentirse hombre de dos mundos. Cuando se sentía muy occidental estaba incómodo pensando que traicionaba lo más hermoso que tuvo, su infancia con los comuneros qechwas; cuando cantaba en nuestro idioma materno se resentía el occidental que llevaba escondido bajo el terno. Yo no tenía ese problema. Desde niña había estado en los fogones de las cocinas compartiendo el amor de las warmis y las bellas historias que sabían de nuestros ancestros.

Tuve la suerte de disfrutar una amistad valiosa con su cuñada Alicia Bustamante, quien tenía la “Peña Pancho Fierro” en la plazuela de San Agustín. En ese lugar muy agradable ella mostraba con orgullo hermosas piezas de arte peruano que fue adquiriendo en los pueblos más lejanos del interior, hasta donde llegaba. “¿Cómo vas a ir Alicia con tanto riesgo?”, le decían sus amigos y ella trepaba con una sonrisa en omnibuses destartalados y desaparecía en las trochas, donde se levantaban nubes de polvo. Al cabo  regresaba con un torito de Santiago de Pupuja, un mate burilado de Cochas, un chal bordado de Catacaos y así un conjunto de maravillas. Las atenciones de su esposa y el arte de la cuñada ayudaban mucho a José María Arguedas, en cuyo corazón había un amplio territorio dedicado a las gentes del Perú profundo.

José María nació en Andahuaylas, Apurímac, donde fue obligado, según dijo, “a vivir siendo niño con los  indios y  hacer algunos de sus trabajos. Recorrí los campos e hice sus faenas bajo el infinito amparo de los comuneros qechwas. La más honda bravía ternura, el odio más profundo, se vertían en el lenguaje de mis protectores. No conocí gente más sabia y más fuerte; y los describían sin embargo, como degenerados, torpes e impenetrables. Así son para quienes los trataron como animales durante siglos.”

Huérfano de madre, olvidado hasta los catorce años en las vaquerías, monolingue del qechwa, ‘escolero’ de pie descalzo, peón de los aynis, trabajador de trapiche donde perdió una falange de uno de sus dedos; fue rescatado a esa edad, “para la sociedad de los blancos” , donde conoció la clase “señorial” de las provincias y, finalmente, la clase media de Lima, hasta ser invitado de honor, algunas veces, de su “alta clase social”.

“Fuí así desprovincianizado, habiendo conservado de mi provincia la médula que he tratado de revelar creando un modelo de literatura española que imita la usada por los runas, los hombres, es decir un estilo para trasmitir la grandeza de aquel universo tan original  y complejísimo, con hondas y dinámicas relaciones telúricas.”

¿Cómo nació su vocación? José María contestaba que escuchando los cuentos qechwas narrados con  gracia cautivadora por hombres muy queridos como don Felipe Maywa, de San Juan de Lucanas y Puquio; y algunas mujeres como Carmen (¿) Taripha de Sicuani.

Recuerdo una de sus canciones. “Wikuñay, wikuñita,/ ¿por qué tomas el agua amarga de los puquiales?/ ¿Por qué no bebes mi sangre dulce,/ la sal caliente de mis lágrimas?/ wikuñay, wikuñita.”

Aislado en Lima por serrano y por su manera de ser, huraño, receloso, lleno de contrastes, lanzó “Agua” , su primera novela en 1935, recogiendo el grito literario de Pantacha, el maqt’a rebelde que ofreció su pecho a las balas del patrón. Más tarde daría a luz “Yawar Fiesta”, epopeya del toro de ojos inyectados de rabia, que cae simbólicamente bajo el pico curvo del cóndor que encarna a la raza. “Canciones y cuentos del pueblo qechwa” es como una ventana que deja vislumbrar la hondura poética del alma andina, “Los Ríos Profundos”, autobiografía novelada del niño que fue domador de zumbayllus, “Todas las sangres”, donde interpreta la diversidad de grados de cultura, de modo de ser, de proximidad y distancias que hay en el Perú.

Su novela “El Zorro de arriba y el Zorro de abajo” quedó inconclusa, pero era, según afirmaba, un intento por mostrar ese hervidero que es el Perú de hoy. Época a la que renunció un viernes 28, elegido en el calendario de la urbe indiferente, cuando se disparó el balazo fatal.

En sus últimos días, viviendo alucinado por esta ausencia que ya lo invadía, ocultó a todos su trágica determinación. Estuvo el jueves 27 con Máximo Damián Huamaní, el violinista de San Diego de Iswa. Oyó cantar el domingo anterior a Tarcila Ramírez, “flor de escarcha”, que fue amiga de su infancia. Escribió con calma varias cartas manuscritas. Conversó por teléfono,  según me dijeron, con Celia Bustamante.

Conmigo nos vimos horas antes en el jirón Camaná. El venía por mi propia acera y yo que iba pensando en mi próxima entrevista lo advertí cuando fue muy evidente que alguien cruzaba la calle en un esfuerzo inesperado. Moví  la cabeza y lo vi. Entonces me pidió que lo esperase e intentó volver, quizá con la idea de disculparse. A veces me pregunto qué me habría dicho a unas horas de buscar nuevamente a la muerte. Yo estaba apremiada por el tiempo, había muchos automóviles circulando y tardaría en cruzar. Agité mi mano en señal de saludo y le dije en voz muy fuerte, “hablamos otro día, José María”, sin saber que tenía las horas contadas.

La mirada triste, desconfiada como los runas que no creen en los mistis que los engañaron siempre, el rictus de la boca con una antigua tristeza, las sienes más plateadas y la voz que nunca perdió su acento andino. José María no dejó presentir a nadie que se estaba despidiendo de la vida como un capitán que había cumplido con la misión que los Apus y sus pueblos le habían encargado.

“Quizás conmigo empieza a cerrarse un siglo y se abre otro”, anotó en su último diario.

Es posible que los hombres del Ande sean más libres y alcancen un día sus ansias de justicia. Pero, al mismo tiempo, están olvidando las conmovedoras historias que mantuvieron altas las banderas de su alma. Tengo mucho que contar del famoso escritor. Será otro día con más calma. Con José María tuvimos acuerdos y desacuerdos, yo soy una mujer íntegramente andina, pero nunca se quebró la amistad y el afecto que nos unía. Para mí siempre fue y será una montaña, el Apu, a quien admiré mucho antes de conocerle y seguiré admirando por llevar magistralmente  nuestro sentir, nuestra alma, a sus obras. El homenaje justo del gobierno y las instituciones de cultura sería publicarlas nuevamente para los jóvenes. Está de más cualquier otro en que se le nombre superficialmente, como escribir con los dedos sobre el agua.


(*) Publicado originalmente el 16 de abril de 2011.


Fuente:



Las máscaras del Perú (*)




Fotografías (de arriba-abajo): Alfonsina Barrionuevo.
1. Máscara de conejo. Piel.
2. Máscara de danzante de la fiesta de la Virgen del Carmen. Paucartambo, Cusco.
3. Máscara de Chonguino. Malla metálica policromada y pelo. Jauja, Junín.


Por Alfonsina Barrionuevo


Al declarar con orgullo que era nieto del último kuraka de Tacna, Arturo Jiménez Borja se quitó una máscara. Ser nieto de antepasados prehispánicos es un lujo. Sobre el terno negro y la elegante corbata el kuraka puso una sonrisa de triunfo. La gente admiró con cariño el gesto del catedrático emérito. Le encantó el brillo de sus ojos sobre su piel de cobre. Máscara viva al lado de un bellísimo libro: “Máscaras Peruanas”.

El amauta aprendió a usar su primera máscara cuando su madre le puso un dedo sobre la boca antes de ir al colegio. No debía cantar el himno chileno y el niño ponía sobre su carita una máscara de silencio. Hasta que Tacna lo envió fuera para librarlo de la tristeza del cautiverio. El amor por el Perú profundo, que hoy se pone máscara de rap, de surf, de rock, lo internó por los caminos del Ande.

Nunca fueron más auténticos sus encuentros, con un arcoiris que hervía en las pailas y se derramaba sobre los seres humanos. En sus fiestas el pequeño Arturo se convertía en awki. La máscara sin curtir o de pellejo, con luengas cabellos de crin sobre la piel sonrosada, se ajustaba a su rostro. Era de pronto un respetable espíritu de los cerros. Un awki, hasta una nueva metamorfosis.

Aparecían los diablos de la Candelaria y se metía debajo del yeso avernal, con cuernillos, batracios y reptiles. Un viento de música lo llevaba de los socavones a las pampas o lo hacía viajar en una máquina de tiempo a las máscaras de lata de Lucifer que copiaban los dibujantes del obispo Martínez de Compañón y Bujanda o pasaban bailando por las calles de Lima al son de los diablos de Pancho Fierro. El niño intercalaba la ternura que inspiran los diablos de Cajabamba, de faldas de encajes y ramitos de flores en las manos enguantadas que se mueven como ingenuos angelotes.

Cuando quería se deslizaba a la prehistoria para bailar después de una cacería con una máscara zoomorfa en las pinturas rupestres de Toquepala o de Sumbay, con cabeza de ave. Arriaga lo vio con traje de plumas muy lustrosas y un alzacuello de plumas rodeando una máscara diminuta. Puedo afirmar que estuvo al lado del arista que cincelaba la máscara de oro que llevó el señor de Sipán para deslumbrar a la muerte. En su reino, el envés del mundo de los vivos él sabía que las máscaras contribuían a su realzar su grandeza. No trajo ninguna a su colección para evitar que nadie quedara huérfano de la majestad de la máscara.

Verle a caza de los parlampanes, truhanes o pícaros, fue una delicia. Ña María no perdió en sus manos su máscara porque era de papel y descubrió que sus desmayos y sofocos en cada esquina eran pura farsa para hacer reír. Consiguió la de un truhán, calabaza cubierta con tela blanca pintada después de convencerle que saltaría la puerta de Cronos y se la puso. En Corpus Christi, San Juan Bautista y Carnavales estuvo hasta que la danza se suprimió por irreverente.

En Paucartambo se perdió en los talleres encantados de don Isaac Portugal y Santiago Rojas para salir con una jaba de máscaras arrebatadas a los conjuntos de majeños, awka chilenos, saqras, k’achanpas, sijllas, qhapaq negro, waka waka, chuqchus, qollas y ch’unchos. Luego arrancó con su tesoro de prisa a Lima por el puente de piedra de Carlos III, seguido por las músicas de ofrenda de la Mamacha Carmen que es una niña linda que rescataron hace siglos del río Amaru Mayo.

Danza de imitación como el ¿okay?, copiado de los ¿yunaites?, los ¿blue jeans?, ¿american life?, fue para su gusto la chonguinada. Le encantó el lucimiento de esta danza que imita los movimientos donosos de las cuadrillas europeas. Una demostración de que los wank’as podían bailar con elegancia, convirtiendo las calles en salones. Con máscaras de largas pestañas y ojos azules -las mujeres que eran hombres, pues, no las dejaban bailar hasta la segunda mitad del siglo-, y barbas en perillas que eran pintadas graciosamente sobre malla en Alemania para estos bailarines de los Andes Centrales.

Se colocó la máscara de maguey, con la epidermis sonrosada y el cabello con hebras doradas de Carlomagno para presidir sin pestañear el trono de los doce Pares de Francia y también, como Papa en el singular Cerco de Roma. Extrañísimos autos sacramentales que fueron traídos sin duda por doctrineros galos e italianos, generando una serie de personajes con máscaras o sin ellos - Untiveros, Fierabrás, Floripes y otros-. Su objetivo se perdió en la sierra limeña. No se representan para el Santísimo sino para pedir a la madre naturaleza que mande la lluvia para fertilizar los surcos.

En la wakonada de Mito tiró del año con una sonrisa callada en la dura madera, para juzgar mitad en serio, mitad en broma, la mala gestión de las autoridades o los defectos de las personas principales. Dio una media vuelta por Sapallanga y se convirtió en el inocente chutito con facciones de suave badanas que encontró a la Virgen lavando los pañales de Niño. En Angasmarka tomó la forma del gavilán con máscara de tela encolada y policromada, agitando alas como en las danzas prehispánicas.

Es imposible contar cuántas veces el nieto del kuraka ara se ocultó debajo de máscaras negras. Las encontró de arriba a abajo, de Perú del nivel del mar a las nieves eternas contrastando siempre su maga epidermis de carbón brillante con su cobre de señor andino. Negrería que nunca fue más libre que detrás de las máscaras con sus facciones adaptadas a trajes vistosos de sedas y terciopelos cuajados de perlas y pedrerías.

Es preocupante pensar que pasará con la valiosa colección de Arturo Jiménez Borja bajo la cual palpitaba su corazón como uno de esos fuelles poderosos de los antiguos herreros. Es toda una parte del Perú que nadie, ni la pobreza, ni la indiferencia, podrán hacer desaparecer. Queda como una incógnita qué pasara con la extraordinaria colección de trajes que las acompaña y que Jiménez Borja, andino de la cabeza a los pies, cuidó con un celo admirable. ¡Esperamos con mucha ilusión una segunda parte de maravilla como testimonio de lo que somos y tuvimos!


(*) Publicado originalmente el 13 de junio de 2007.


Fuente:


Hilario Mendívil (*)




Fotografías (de arriba-abajo): Alfonsina Barrionuevo.
1. Escultura. Pasta y tela encolada policromada. Hilario Mendívil y Georgina Dueñas. Cusco.
2. Músicos. Pasta y tela encolada policromada. Hilario Mendívil y Georgina Dueñas. Cusco.
3. Ángel. Pasta y tela encolada policromada. Hilario Mendívil y Georgina Dueñas. Cusco.


Por Alfonsina Barrionuevo

De haber vivido por estas últimas décadas Hilario y Georgina se hubieran reído si alguien los hubiera nominado “tesoros humanos”. En el Perú tenemos tantos tesoros que hasta el título de “Palmas” de cualquier clase es sólo sentimental. El Dr. Pedro Weiss, ilustre especialista de enfermedades tropicales decía que ningún premio sirve si no trae “su chanchito.” Hilario y Georgina hubieran pensado lo mismo. Tendría que ser una buena pensión para que “el tesoro humano” trabaje sin apremios económicos.

Los veo alegres, con una sonrisa iluminando su rostro, un poco subidos de peso, pero vale la pena el placer de comer unos tamales, un lechón, un rocoto relleno emponchado. Una sonrisa gloriosa viendo sus obras en el Instituto Riva Agüero que ha reemplazado a la Peña Pancho Fierro. Ya no han tenido que ir a dormir su primera noche en el Parque Universitario de Lima, arropados con su amor, pero medio congelados porque teniendo las llaves de la peña el pundonor de Hilario no les permitió ponerse bajo techo sin habérselo dicho a la señorita Alicia Bustamante.

“Pero, Hilario,” le dijo ella apenada al día siguiente “ese parque es tan grande y tan frío”. “Su corazón es tan bondadoso que nos sentimos calientitos. Nos olvidamos de pedirle permiso para acampar en la peña. Hoy será, téngalo por seguro.”

Me hubiera gustado ir tocando las obras de mis amigos y compadres -ellos confirmaron a mi hija Kukuli en el Sagrario de la Catedral- aunque Lucho Repetto, el organizador de la bellísima muestra me hubiera mirado de reojo. No toqué nada. Lucho no sabe que mi “mano astral”, esa del alma, estaba acariciando con cariño el rostro de sus vírgenes con sus aristocráticos cuellos largos y sus preciosas polleras, sus ángeles, sus santos, los bueyes casi humanizados, los angelitos.

“Qué te parece Hilario, tú que querías mostrar a la gente de pueblo terminaste creando unas santas señoras que parecen reinas, marquesas y condesas; y unos Reyes Magos que lo son con sus larguísimos mantos, sus altos turbantes y sus bíblicos regalos.”

“¡Ay, comadre, hubiera sido su respuesta, nuestras paisanas, sobre todo cuando son jóvenes, se ven hermosas luciendo esas joyas que llevan las Vírgenes del Hábeas, los chupetes, los candados de perlas, las caravanas de diamantes, y dígame no más si no jalan miradas de aquí y de allá. Yo las veo muy elegantes!”.

Cuánto me hubiera gustado hablar alguna noche de anécdotas de Hilario y Georgina Mendívil, por quienes, como también por Edilberto Mérida, Antonio Olave y Santiago Rojas, subía al barrio de San Blas. A veces no faltaba un cuyecito al horno que me alcanzaban felices de compartir su “extra” personal. Una comida que venía más o menos a las dos de la tarde, después de dos horas del almuerzo. Como quién dice la “yapa” con una buena papa.

“¿Qué tiempos aquellos, no Hilario?”. “Lindos porque Ud. nos quería y nosotros, todos, le devolvíamos sus afanes con un abrazo que nacía del corazón.”

Estoy viendo la muestra y les estoy diciendo a Hilario y a Georgina que he vuelto al Barrio de San Blas. Ya no es el Instituto Riva Agüero, tan lleno de cultura capitalina. Es el barrio con la iglesia de la Virgen del Buen Suceso y del púlpito famoso. Ellos me ven y nuestras miradas se cruzan. “Hilario, la madrugada azul que te fuiste tocaste tres veces en la puerta de mi habitación y me asustaste.” “Ud. no despertaba y yo quería despedirme y lo logré. ¿Espero que volvamos a vernos?” “Sin duda. Yo quiero estar con mis amigos, aquí o allá. ¿Sabes cuán lindo es que el amor que te tiene Georgina, fiel más allá de la muerte, siga haciendo nido en el hueco de tus manos?”

Hilario se fue primero y gracias a ella, los vecinos de San Blas siguieron alternando por un tiempo con sus personajes angelicales. Posta que han tomado Agripina y Juana. Ellas mantienen la casa igual que antes. El pasadizo que introduce al visitante. El brocal de agua que mandó poner. El pequeño corredor de los altos pintado con flores. El pasaje al segundo patio por donde solía aparecer con su grueso mandil manchado de yeso y pintura. El cabello lacio cayendo sobre su frente y una sonrisa cordial que hacía sentirse bienvenido al que llegaba.

Sus pinceles hechos como acostumbraba, con los cabellos de Georgina, tan finos.

“No dejes de trabajar, la incentivó. No me asusta la muerte, pero que no digan que Mendívil se acabó. Sigan tú y las chicas mi arte.”

Ya no está él, tampoco Georgina. Quedan ellas repitiendo las santas huídas o los reyes que tienen un mercado asegurado dentro y fuera del país. Jamás lo dijo pero sus ojos debieron recrearse a menudo en las imágenes de los templos, estudiando sus particularidades para arrancarlas de su misticismo y hacer una hibridación con gracia de lo celeste y lo terreno. Es decir, con su realidad, porque en el fondo sus vírgenes son matronas del mercado con sus blusas bordadas, con fustanes de encaje, y sus ángeles inspirados en las creaciones de la Escuela Cusqueña de Pintura, una versión popular de los mozos o k’aperos, músicos con alas.

Georgina Dueñas, su esposa y después continuadora tuvo también ascendencia artística. Su madre, Liberata Quispe Aparicio, era alfarera de Raqchi y hacía además juguetes de madera. Su abuela, doña Brígida Salón de Paez, fabricaba velas de colores. De ellas heredó la habilidad manual y al casarse se incorporó al “cielo” privado que había construido Hilario con muchos sueños y mucho trabajo, y aprendió a vivir con los seres maravillosos que lo poblaban.”

Nunca se verá en el Perú una pareja de artistas más hermosa y compenetrada. Georgina era la sombra azul de su sonrisa, el duplicado de su voz, la mitad de su alma. Había crecido a su lado. Fue su primera y única discípula, el barro que moldeó entre sus manos, casi a su semejanza. Sin él, tras veintisiete años de compartir el quehacer artístico, quedó ella con toda su capacidad en el escenario de la creación. Quienes quieran comparar sus obras encontrarán variaciones, pero al cabo se parecerán mucho porque podía poner en cada una la pasión y el fervor que heredó de Hilario, así como el colorido singular y una belleza innegable dentro de una concepción primitiva y candorosa. Por eso mismo es necesario aprender a distinguir la extensión de un arte que continúan sus hijas, con un sello que se les parece pero con sus propios matices en una tercera generación.


(*) Publicado originalmente el 27 de mayo de 2008.


Fuente:



miércoles, 28 de noviembre de 2012

El toro de Charamuray





Fotografías (de arriba-abajo): Alfonsina Barrionuevo.
1. Toro. Cerámica modelada y vidriada. Centro Poblado Menor de Charamuray, distrito Colquemarca, provincia Chumbivilcas, región Cusco.
2. Ceramistas de Charamuray. Cusco.
3. Plaza de Santo Tomás. Chumbivilcas, Cusco.
4. Iglesia de Santo Tomás. Chumbivilcas, Cusco.


Por Alfonsina Barrionuevo


Me gusta ser cazadora de novedades. En una feria de Huancaro, en las fiestas titulares del Cusco, recogí en mis pupilas la bravura de un toro listo para embestir estrellas. Por fuera estaba revestido con loza verde que aumentaba su prestancia. Pregunté de dónde venía y el ceramista mencionó un nombre extraño, Chayamuray.

Quise saber más y me impactó su respuesta. El toro estaba hecho con piedra y arcilla, y cubierto con piedra talco y loza. “¿Un toro de piedra?”, pregunté levantando la pieza para verla mejor. “Sí”, fue la respuesta acompañada de una mirada desdeñosa. “¿Dónde queda el pueblo?”, indagué por si acaso. “En Chumbivilcas”.

La suerte fue que un familiar, Rafael Barrionuevo, descendiente de una rama que se quedó en la provincia, apareció un día. “¿Conoces Chayamuray?,” le dije, pensando en que el destino me lo mandaba. “¡Vamos!,” contestó simplemente y fuimos. La provincia que podría tener caminos montaraces es de piso llano. Una de las rutas sale de Arequipa a Yauri, capital de la provincia de Espinar. Los amantes de los precipicios deben conformarse con unas cuantas curvas y ascender sin tropiezos hasta Santo Tomás, su capital.

La altura hace cosquillas a los visitantes. Un sol amistoso nos toma del brazo para hacernos olvidar el sueño. Entre el viaje por tierra a la ciudad mistiana y el que sigue con unas horas de diferencia, son dos días durmiendo sobre cuatro ruedas, pero conociendo muchos pueblos.

El vecindario está formado por los legendarios qorilazos de ponchos tejidos con franjas toreras y famosas qarabotas de cuero que llegan hasta sus caderas. La ciudad que es la niña de sus ojos engalana su plaza con flores y un nuevo edificio municipal. Su iglesia de piedra tallada es de 1789. Su torre se luce con una gran campana, copia dicen de la María Angola del Cusco.

Unas combis nuevas enfilan con intervalos de una hora hacia Qolqemarka, pueblo que tuvo esplendor por sus minas de plata. En sus ferias dominicales saca todo lo que puede vender, productos de la tierra de los valles cercanos, y tiendas de ropa donde se encuentra sombreros de finísima lana de alpaca, alegres polleras de flores caladas, casacas y sombreros bordados.

A unos cuarenta minutos en automóvil, entre árboles de kiswar, campos sembrados y huertos, está Charamuray. La antiquísima comunidad es un diamante en ese cofre de Alí Babá en los Andes. Sus cerámicas son hechas con una piedra especial que se baja en burros y caballos de las canteras de Llanque. Usando una técnica prehispánica ablandan los bloques y los muelen en enormes batanes. En otros se muele otra piedra arcillosa que es de Qochapata. Ambas forman una masa fina. El moldeado de cántaros, ollas, platos y figuras se hace a mano con paletas de badana. Las piezas salen del horno y reciben un baño de loza o vidrio que les da un precioso color verde o mostaza. En los gentilares o tumbas de los cerros de Urubamba se ha encontrado vasijas de factura inka similares.

En mi niñez fui con mi padre a la gruta de Huarari, muy cerca de Livitaca, para gozar con un regalo de la naturaleza. Un “palacio” de estalactitas y estalagmitas níveas. Entramos de rodillas porque su abertura es muy pequeña y nos enderezamos casi enseguida para admirar sus tesoros a la luz de las antorchas.

Por dentro sus bóvedas son altísimas y se vislumbran altares barrocos, personajes fantásticos y rostros misteriosos que atisban a los intrusos de cien sitios a la vez. Alumbrándonos con las antorchas y caminando con cuidado porque por el piso se entrecruzan una infinidad de riachuelos llegamos hasta las orillas de un lago interior. Al fondo, en un escenario albo, se veía un grupo de ballerinas en suspenso.

“En Chumbivilcas, dice Rafael Barrionuevo, hay mucho por descubrir en Quiñota, Llusco, Waman Marka, Chiñisiri, Titiritiyoq y Velille”. En esos días desayunamos como en otros tiempos caldo de cabeza y estofado. ¡Una delicia! Quedamos en volver. Las empresas de transporte Imperial y Guapo Lindo están a la orden en la Urbanización Los Gráficos, de Arequipa.


Fuente:



El retablista doctor (*)




Fotografías (de arriba-abajo):
1. Jesús Urbano Rojas con un retablo representando el taller de sombreros.
2. Retablo. Madera y pasta policromada. Jesús Urbano R. Ayacucho.
3. Detalle de un retablo de Jesús Urbano R.


Por  Alfonsina Barrionuevo

Ese día San Marcos se vistió de gala y fue una actuación impresionante. Me conmovió de veras porque Jesús Urbano Rojas, que lucha a brazo partido por el arte de su pueblo, aunque viva en Chaclacayo es una gran persona. Si pudieran regresar del polvo los imagineros de Ayacucho, Cusco, Puno y Apurímac, lo hubieran rodeado para darle un abrazo con todo el calor de sus entrañas. Antes había gremios y, aunque fueran solamente los precursores del retablo, se hubieran sentido satisfechos con el honor que la cuatricentenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos otorgó a su ilustre miembro del penúltimo año del siglo XX.

Los veo por un momento tomar el rumbo de los chakiñan o estrechas sendas de pie, salir de sus talleres instalados a la sombra de los molles amigos, dejar las ferias donde iban a vender sus trabajos, para repletar la severa sala donde el Escudo de San Marcos preside los austeros sillones académicos de cuero.

Quienes admiramos a los artistas populares, nuestros maestros creadores, nos sentimos conmovidos con el acto solemne. Primero, la presencia augusta de las autoridades universitarias de mayor rango con sus togas, sus medallas y sus cintas. Luego, el protocolo de ingreso. Una especie de procesión que parecía arrancada de siglos pasados. El secretario caminando por el pasadizo alfombrado a paso lento y, siguiéndole, a unos metros de distancia Jesús Urbano ensimismado en otro mundo.

¿Adónde más podía llegar el muchacho que no quiso ser un buey despanzurrado en los surcos huantinos y que aprendió de reojo, viendo de lejos, el arte de Joaquín López Antay? Miro la hermosa cartilla del ceremonial amarrada con un cintillo de hilo de oro. Recuerdo a Jesús Urbano Rojas caminando conmigo por las calles de Huamanga. Entonces me contó que su maestro le mandó sacar los clavos de los cajones de fruta en su patio y le decía, en son de broma, ¿así se aprende, muchacho?

Hasta que un día en un concurso en que ambos compitieron, el muchacho, el jardinero de sus macetas con flores de ruda, el afilador de sus tablas de madera de plátano, le ganó el primer premio y siguió adelante. Tenía que ser Pablo Macera, historiador, investigador y director del Seminario de Historia Rural Andina, quien hiciera la presentación del ¿doctorando? En su discurso ameno, con palabras galanas, donde reseñó sus méritos y terminó pidiendo al Rector que le impusiera las insignias y le entregara el diploma que lo incorporara al claustro de doctores de San Marcos, como doctor honoris causa. Un momento emocionante, un Jesús con su toga y sus insignias diciendo en la tribuna, ¿cómo puedo ser doctor cuando todavía no he terminado de aprender?

Un acto memorable en el camino de su vida. Ha pasado tiempo desde que innovó siguiendo a López Antay el cajón San Marcos para convertirlo en un retablo de maravillas, amasando más de media vida el yeso con la papa y el níspero para crear las figuritas tradicionales.

Hablando por radio en qechwa dijo por qué quería sacar afuera lo que tenía adentro, y después, en castellano, introduciendo a los jóvenes en las viejas artes con otros artistas. Siempre la vocación de enseñar, una vocación que pasa por encima de los academicismos y lograr un imposible. El primer doctor honoris causa de la década de las Universidades de Sud América es un artista de pueblo. Por supuesto un alto honor que apoya su obra inconmensurable.


(*) Publicado originalmente el 10 de mayo de 2007.


Fuente:


Mérida y sus barros geniales (*)


Fotografía: Alfonsina Barrionuevo.
1. Edilberto Mérida con una de sus obras de cerámica.


Por Alfonsina Barrionuevo

Estoy aquí frente al teclado y pienso en Edilberto Mérida, “este artista es el único que ha caricaturizado a Dios” escribí y se contrarió. El artista, al que llamamos t'uru rimachiq, “el que hace hablar al barro”.

Estoy aquí frente al teclado y pienso en Edilberto Mérida como la primera vez. “Es de Cusco”, me dijeron y parecía imposible que sus obras hubieran escapado de mis ojos buscadores de manos creadoras. “Este artista es el único que ha caricaturizado a Dios” escribí y se contrarió. “Yo respeto a Dios, cómo puede decir Ud. eso, me reclamó en la Feria Internacional del Pacífico de 1964, donde se presentó. “Los artistas son libres de ver a Dios como quieren” le respondí.

Después me daría la razón y así comenzó mi amistad con él y con Josefina Henríquez, su esposa, que se fue enriqueciendo al pasar el tiempo. Durante su vida recibió muchos distintivos y hasta un título de Doctor Honoris Causa en una universidad norteamericana. Una alegría grande para que sus amigos que lo han visto partir dejando una obra memorable. Lo hizo en el Perú, donde los abuelos antiquísimos convirtieron al barro deleznable y humilde en instrumento sonoro, en precioso vaso de ofrenda y en recipiente de la eternidad para cobijar el sueño de la muerte. En su caso irrumpió en el arte peruano con una fuerza, un vigor y un estilo que, sin haberlo entrevisto en su sencillez de artesano ebanista, haría escuela, desatando una ola incontenible de imitadores y seguidores que descubrieron en el barro el material ideal para reproducir el hombre a la imagen y semejanza de sí mismo con mayor o menor talento.

Sus barros de protesta, mal llamados por los comerciantes de artesanías, como “arte grotesco”, provocaron un shock, un rechazo, en quienes no soportaban la crudeza de su denuncia, y una deslumbrada aceptación en quienes penetraron en su contenido. Gracias a Mérida, el barro principio y fin del hombre, recibió un soplo vital y entró a los sagrados y selectos mercados del arte del siglo XX por derecho propio.

En el siglo XVI Francisco Pizarro exportó al Viejo Mundo una imagen deslumbrante de las gentes de esta tierra extraída de un mundo nuevo donde el oro y la plata recubrían no sólo los muros de sus palacios y sus templos sino también los cuerpos de sus señores, haciéndoles destellar como estatuas vivientes.

En el siglo pasado le tocó a Mérida exportar la imagen de lo que quedó al cabo de cuatro siglos de explotación. La misma gente, cautiva en su propia tierra y exprimido hasta extenuar la raza, sin redención hasta ahora, en que vive en la cordillera mimetizada con la lejanía y el olvido, en lugares donde por razones de altura y hostilidad del clima no podía ser fácil presa del blanco.

Maestro carpintero hasta los 34 años de edad, sin otro horizonte que el que podía abrir a golpes de martillo, el cusqueño fue un fenómeno dentro del arte peruano. Hijo del sastre Vicente Mérida y Susana Rodríguez, nació en 1927 en la calle Pumacurcu, dentro del Hanan Qosqo. Siendo el séptimo de ocho hermanos, “el que iba en la colada”, no tuvo ni siquiera la obligación de heredar el oficio de su progenitor. En su infancia fue sólo un inquieto chiquillo, con una facilidad para los trabajos manuales que no llamaron la atención porque había muchos como él.

A los ocho años de edad entró al taller de su primo para jugar con las virutas y ese ingreso fue determinante. En los años siguientes, bajo su sombra y con su estímulo, estaría haciendo los camiones de juguete que ambos venderían después de la feria del Santurantikuy. Luego aprendió a cortar madera, cepillar y finalmente hacer sillas, mesas de noche y roperos. La práctica le sirvió mucho y cuando ingresó a la media industrial ya era un carpintero en ciernes, al que sólo habría que afinar la mano. Mérida reconoce que el ambiente en que le tocó vivir era absolutamente artesanal, pero en cambio tuvo la ventaja de moverse dentro de una clase, la popular, llena de tradiciones y contacto con los hombres del campo. Su abuela que estaba vinculada con la iglesia y las fiestas patronales, confeccionaba las hermosas pelucas con rizos que los mayordomos obsequiaban a vírgenes, santos y santocristos. Entonces sólo le interesaba la carpintería como medio de vida y en ella cifró su porvenir al casarse, a los 19 años, con Josefina Henríquez. A su taller de la calle Siete Cuartones llegaban pocos clientes pero pudo salir adelante con los encargos que recibía del Politécnico o Media Industrial donde había estudiado. Hasta que el profesor Alejandro Morote lo llevó a Puno para que enseñará en el Politécnico de esa ciudad. Allí tuvo su primer encuentro con el barro al subir al segundo piso donde funcionaba la sección de Bellas Artes y vio a los alumnos hundiendo con pasión las manos en la masa. El segundo fue en la capital imperial donde, en 1961, entró a un taller de escultura y metió las suyas en la masa. Su primera figura fue el de una mujer andina con trenzas coqueta y muchas polleras. Regresaba con ella a su casa cuando vio a una verdadera, con miles de años fundidos en sus carnes, y le pareció que la suya era falsa, turística.

Confeccionó una nueva y hundió brutalmente su dedo índice en la boca y tiró a ambos lados haciendo que se chuparan las mejillas, luego apretó la cintura y colgaron sus senos apretados por la miseria, estiró finalmente los dedos de sus manos y sus pies como si quisieran aferrarse al aire y a la tierra. En ese momento acababa de nacer el artista, al que llamamos t'uru rimachiq, “el que hace hablar al barro”. Desde entonces no paró. El resto llegó poco a poco. La aclamación de los críticos, las presentaciones en televisión, los viajes al extranjero, la visita de personajes ilustres a su casa de Carmen Alto donde ponían sus apreciaciones y sus firmas en un muro de barro blanqueado de yeso. Sus barros psicológicos irradiaban vida y él esperaba con ansia para quemarlos porque lo inquietaban, porque sentía que tenían espíritu, la protesta de cuatro siglos que no tiene cuándo ni cómo acabar.

Están en los museos y en las casas de personas que saben como golpean, sacuden, hieren y estremecen. “Debe ser mi sangre andina”, reconoció una vez. Eso salta a la vista en su “Yawar Fiesta”, por ejemplo, donde toda una raza se toma el desquite. El toro íbero bajo las fieras alas del cóndor, minimizado hasta parecer un simple pedestal.

Edilberto les ha hecho justicia. Puede descansar en paz con el cariño y la admiración de quienes le conocimos y gozamos de su amistad.


(*) Publicado originalmente el 20 de julio de 2009.


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