lunes, 3 de diciembre de 2012

Hilario Mendívil (*)




Fotografías (de arriba-abajo): Alfonsina Barrionuevo.
1. Escultura. Pasta y tela encolada policromada. Hilario Mendívil y Georgina Dueñas. Cusco.
2. Músicos. Pasta y tela encolada policromada. Hilario Mendívil y Georgina Dueñas. Cusco.
3. Ángel. Pasta y tela encolada policromada. Hilario Mendívil y Georgina Dueñas. Cusco.


Por Alfonsina Barrionuevo

De haber vivido por estas últimas décadas Hilario y Georgina se hubieran reído si alguien los hubiera nominado “tesoros humanos”. En el Perú tenemos tantos tesoros que hasta el título de “Palmas” de cualquier clase es sólo sentimental. El Dr. Pedro Weiss, ilustre especialista de enfermedades tropicales decía que ningún premio sirve si no trae “su chanchito.” Hilario y Georgina hubieran pensado lo mismo. Tendría que ser una buena pensión para que “el tesoro humano” trabaje sin apremios económicos.

Los veo alegres, con una sonrisa iluminando su rostro, un poco subidos de peso, pero vale la pena el placer de comer unos tamales, un lechón, un rocoto relleno emponchado. Una sonrisa gloriosa viendo sus obras en el Instituto Riva Agüero que ha reemplazado a la Peña Pancho Fierro. Ya no han tenido que ir a dormir su primera noche en el Parque Universitario de Lima, arropados con su amor, pero medio congelados porque teniendo las llaves de la peña el pundonor de Hilario no les permitió ponerse bajo techo sin habérselo dicho a la señorita Alicia Bustamante.

“Pero, Hilario,” le dijo ella apenada al día siguiente “ese parque es tan grande y tan frío”. “Su corazón es tan bondadoso que nos sentimos calientitos. Nos olvidamos de pedirle permiso para acampar en la peña. Hoy será, téngalo por seguro.”

Me hubiera gustado ir tocando las obras de mis amigos y compadres -ellos confirmaron a mi hija Kukuli en el Sagrario de la Catedral- aunque Lucho Repetto, el organizador de la bellísima muestra me hubiera mirado de reojo. No toqué nada. Lucho no sabe que mi “mano astral”, esa del alma, estaba acariciando con cariño el rostro de sus vírgenes con sus aristocráticos cuellos largos y sus preciosas polleras, sus ángeles, sus santos, los bueyes casi humanizados, los angelitos.

“Qué te parece Hilario, tú que querías mostrar a la gente de pueblo terminaste creando unas santas señoras que parecen reinas, marquesas y condesas; y unos Reyes Magos que lo son con sus larguísimos mantos, sus altos turbantes y sus bíblicos regalos.”

“¡Ay, comadre, hubiera sido su respuesta, nuestras paisanas, sobre todo cuando son jóvenes, se ven hermosas luciendo esas joyas que llevan las Vírgenes del Hábeas, los chupetes, los candados de perlas, las caravanas de diamantes, y dígame no más si no jalan miradas de aquí y de allá. Yo las veo muy elegantes!”.

Cuánto me hubiera gustado hablar alguna noche de anécdotas de Hilario y Georgina Mendívil, por quienes, como también por Edilberto Mérida, Antonio Olave y Santiago Rojas, subía al barrio de San Blas. A veces no faltaba un cuyecito al horno que me alcanzaban felices de compartir su “extra” personal. Una comida que venía más o menos a las dos de la tarde, después de dos horas del almuerzo. Como quién dice la “yapa” con una buena papa.

“¿Qué tiempos aquellos, no Hilario?”. “Lindos porque Ud. nos quería y nosotros, todos, le devolvíamos sus afanes con un abrazo que nacía del corazón.”

Estoy viendo la muestra y les estoy diciendo a Hilario y a Georgina que he vuelto al Barrio de San Blas. Ya no es el Instituto Riva Agüero, tan lleno de cultura capitalina. Es el barrio con la iglesia de la Virgen del Buen Suceso y del púlpito famoso. Ellos me ven y nuestras miradas se cruzan. “Hilario, la madrugada azul que te fuiste tocaste tres veces en la puerta de mi habitación y me asustaste.” “Ud. no despertaba y yo quería despedirme y lo logré. ¿Espero que volvamos a vernos?” “Sin duda. Yo quiero estar con mis amigos, aquí o allá. ¿Sabes cuán lindo es que el amor que te tiene Georgina, fiel más allá de la muerte, siga haciendo nido en el hueco de tus manos?”

Hilario se fue primero y gracias a ella, los vecinos de San Blas siguieron alternando por un tiempo con sus personajes angelicales. Posta que han tomado Agripina y Juana. Ellas mantienen la casa igual que antes. El pasadizo que introduce al visitante. El brocal de agua que mandó poner. El pequeño corredor de los altos pintado con flores. El pasaje al segundo patio por donde solía aparecer con su grueso mandil manchado de yeso y pintura. El cabello lacio cayendo sobre su frente y una sonrisa cordial que hacía sentirse bienvenido al que llegaba.

Sus pinceles hechos como acostumbraba, con los cabellos de Georgina, tan finos.

“No dejes de trabajar, la incentivó. No me asusta la muerte, pero que no digan que Mendívil se acabó. Sigan tú y las chicas mi arte.”

Ya no está él, tampoco Georgina. Quedan ellas repitiendo las santas huídas o los reyes que tienen un mercado asegurado dentro y fuera del país. Jamás lo dijo pero sus ojos debieron recrearse a menudo en las imágenes de los templos, estudiando sus particularidades para arrancarlas de su misticismo y hacer una hibridación con gracia de lo celeste y lo terreno. Es decir, con su realidad, porque en el fondo sus vírgenes son matronas del mercado con sus blusas bordadas, con fustanes de encaje, y sus ángeles inspirados en las creaciones de la Escuela Cusqueña de Pintura, una versión popular de los mozos o k’aperos, músicos con alas.

Georgina Dueñas, su esposa y después continuadora tuvo también ascendencia artística. Su madre, Liberata Quispe Aparicio, era alfarera de Raqchi y hacía además juguetes de madera. Su abuela, doña Brígida Salón de Paez, fabricaba velas de colores. De ellas heredó la habilidad manual y al casarse se incorporó al “cielo” privado que había construido Hilario con muchos sueños y mucho trabajo, y aprendió a vivir con los seres maravillosos que lo poblaban.”

Nunca se verá en el Perú una pareja de artistas más hermosa y compenetrada. Georgina era la sombra azul de su sonrisa, el duplicado de su voz, la mitad de su alma. Había crecido a su lado. Fue su primera y única discípula, el barro que moldeó entre sus manos, casi a su semejanza. Sin él, tras veintisiete años de compartir el quehacer artístico, quedó ella con toda su capacidad en el escenario de la creación. Quienes quieran comparar sus obras encontrarán variaciones, pero al cabo se parecerán mucho porque podía poner en cada una la pasión y el fervor que heredó de Hilario, así como el colorido singular y una belleza innegable dentro de una concepción primitiva y candorosa. Por eso mismo es necesario aprender a distinguir la extensión de un arte que continúan sus hijas, con un sello que se les parece pero con sus propios matices en una tercera generación.


(*) Publicado originalmente el 27 de mayo de 2008.


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