Fotografías (de arriba-abajo): Alfonsina Barrionuevo.
1. José Maria Arguedas. Fuente: http://vidayestilo.terra.com.pe/turismo/patrimonio-cultural/recordando-a-jose-maria-arguedas,9038fd9b83e5f210VgnVCM10000098f154d0RCRD.html
2. José Maria Arguedas. Fuente: http://www.terra.com.pe/patrimonio-cultural/noticias/pat237/jose-maria-hermanas-bustamante.html
3. Alicia Bustamante (sosteniendo un torito de Pucará) y Alfonsina Barrionuevo. Fuente: http://www.terra.com.pe/patrimonio-cultural/noticias/pat237/jose-maria-hermanas-bustamante.html
Por Alfonsina Barrionuevo
Su sonrisa llenó de luz la estancia, pequeña y un tanto oscura. Me animó verle cuando se puso de pie. Lo vi como un Apu, como una montaña. Se lo dije y movió la cabeza. “Soy solamente José María Arguedas -dijo-. Así me tienes que llamar.” Para mis dieciséis años juveniles era imposible. Había llegado de Cusco y, mientras afuera había un fuerte movimiento automotor, la dirección del Museo de Historia de la Cultura en la avenida Alfonso Ugarte fue para mí como una isla. Allí resplandecía la ternura del gran escritor haciendo retroceder mi timidez. Hernán Velarde, quien también procedía de la capital imperial, se encargó de expresarle nuestra admiración. Cada uno había leído alguna de sus obras y habíamos encontrado en sus páginas el espíritu de los runas, nuestros hermanos, cariñosos, sencillos y transparentes.
Cuando insistió en que le tratásemos como un viejo amigo, “José María” nada más, sin otro título universitario, me asombró. Yo era demasiado joven y no pude pasar con facilidad la valla de respeto que le tenía. Hasta que afirmó, muy risueño, que nos quería porque habíamos leído sus obras. Tanto insistió que al fin aprendí a hablarle como pidió, hasta que no importó el abismo de años que me enseñó a franquear para encontrarle.
Estuvo muchas veces en mi casa, un departamento del jirón Moquegua, en el centro de Lima, donde fui a vivir cuando me casé con Hernán Velarde y había iniciado estudios en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Nosotros íbamos también de visita a la suya, en el jirón Chota, un poco más apartado, con ponchos en los sillones que le daban sabor.
Siempre teníamos visitas importantes. El guitarrista Raúl García Zárate, la periodista Doris Gibson, el pintor Justo Béjar, el arpista Tani Medina, el wanka César Villanueva, la cantante Zoila Zevallos con una voz más alta que la de Ima Sumaq, el poeta Moreno Jimeno y, en más de una ocasión el escritor Ciro Alegría, a quien jamás pude tratar de tú pero sí recibir con simpatía pues, había leído en mi niñez sus “Perros Hambrientos”. A él le resentía no tener un repertorio de waynos, pero una noche se dio el gusto de cantar uno de su tierra norteña.
Tendría mucho que contar de los años en que estuvo casado con Celia Bustamante. Le dolía el hijo que perdieron antes de nacer. Si se hubiera realizado quizá otro hubiera sido su destino. Quizá hubiera superado su conflicto de sentirse hombre de dos mundos. Cuando se sentía muy occidental estaba incómodo pensando que traicionaba lo más hermoso que tuvo, su infancia con los comuneros qechwas; cuando cantaba en nuestro idioma materno se resentía el occidental que llevaba escondido bajo el terno. Yo no tenía ese problema. Desde niña había estado en los fogones de las cocinas compartiendo el amor de las warmis y las bellas historias que sabían de nuestros ancestros.
Tuve la suerte de disfrutar una amistad valiosa con su cuñada Alicia Bustamante, quien tenía la “Peña Pancho Fierro” en la plazuela de San Agustín. En ese lugar muy agradable ella mostraba con orgullo hermosas piezas de arte peruano que fue adquiriendo en los pueblos más lejanos del interior, hasta donde llegaba. “¿Cómo vas a ir Alicia con tanto riesgo?”, le decían sus amigos y ella trepaba con una sonrisa en omnibuses destartalados y desaparecía en las trochas, donde se levantaban nubes de polvo. Al cabo regresaba con un torito de Santiago de Pupuja, un mate burilado de Cochas, un chal bordado de Catacaos y así un conjunto de maravillas. Las atenciones de su esposa y el arte de la cuñada ayudaban mucho a José María Arguedas, en cuyo corazón había un amplio territorio dedicado a las gentes del Perú profundo.
José María nació en Andahuaylas, Apurímac, donde fue obligado, según dijo, “a vivir siendo niño con los indios y hacer algunos de sus trabajos. Recorrí los campos e hice sus faenas bajo el infinito amparo de los comuneros qechwas. La más honda bravía ternura, el odio más profundo, se vertían en el lenguaje de mis protectores. No conocí gente más sabia y más fuerte; y los describían sin embargo, como degenerados, torpes e impenetrables. Así son para quienes los trataron como animales durante siglos.”
Huérfano de madre, olvidado hasta los catorce años en las vaquerías, monolingue del qechwa, ‘escolero’ de pie descalzo, peón de los aynis, trabajador de trapiche donde perdió una falange de uno de sus dedos; fue rescatado a esa edad, “para la sociedad de los blancos” , donde conoció la clase “señorial” de las provincias y, finalmente, la clase media de Lima, hasta ser invitado de honor, algunas veces, de su “alta clase social”.
“Fuí así desprovincianizado, habiendo conservado de mi provincia la médula que he tratado de revelar creando un modelo de literatura española que imita la usada por los runas, los hombres, es decir un estilo para trasmitir la grandeza de aquel universo tan original y complejísimo, con hondas y dinámicas relaciones telúricas.”
¿Cómo nació su vocación? José María contestaba que escuchando los cuentos qechwas narrados con gracia cautivadora por hombres muy queridos como don Felipe Maywa, de San Juan de Lucanas y Puquio; y algunas mujeres como Carmen (¿) Taripha de Sicuani.
Recuerdo una de sus canciones. “Wikuñay, wikuñita,/ ¿por qué tomas el agua amarga de los puquiales?/ ¿Por qué no bebes mi sangre dulce,/ la sal caliente de mis lágrimas?/ wikuñay, wikuñita.”
Aislado en Lima por serrano y por su manera de ser, huraño, receloso, lleno de contrastes, lanzó “Agua” , su primera novela en 1935, recogiendo el grito literario de Pantacha, el maqt’a rebelde que ofreció su pecho a las balas del patrón. Más tarde daría a luz “Yawar Fiesta”, epopeya del toro de ojos inyectados de rabia, que cae simbólicamente bajo el pico curvo del cóndor que encarna a la raza. “Canciones y cuentos del pueblo qechwa” es como una ventana que deja vislumbrar la hondura poética del alma andina, “Los Ríos Profundos”, autobiografía novelada del niño que fue domador de zumbayllus, “Todas las sangres”, donde interpreta la diversidad de grados de cultura, de modo de ser, de proximidad y distancias que hay en el Perú.
Su novela “El Zorro de arriba y el Zorro de abajo” quedó inconclusa, pero era, según afirmaba, un intento por mostrar ese hervidero que es el Perú de hoy. Época a la que renunció un viernes 28, elegido en el calendario de la urbe indiferente, cuando se disparó el balazo fatal.
En sus últimos días, viviendo alucinado por esta ausencia que ya lo invadía, ocultó a todos su trágica determinación. Estuvo el jueves 27 con Máximo Damián Huamaní, el violinista de San Diego de Iswa. Oyó cantar el domingo anterior a Tarcila Ramírez, “flor de escarcha”, que fue amiga de su infancia. Escribió con calma varias cartas manuscritas. Conversó por teléfono, según me dijeron, con Celia Bustamante.
Conmigo nos vimos horas antes en el jirón Camaná. El venía por mi propia acera y yo que iba pensando en mi próxima entrevista lo advertí cuando fue muy evidente que alguien cruzaba la calle en un esfuerzo inesperado. Moví la cabeza y lo vi. Entonces me pidió que lo esperase e intentó volver, quizá con la idea de disculparse. A veces me pregunto qué me habría dicho a unas horas de buscar nuevamente a la muerte. Yo estaba apremiada por el tiempo, había muchos automóviles circulando y tardaría en cruzar. Agité mi mano en señal de saludo y le dije en voz muy fuerte, “hablamos otro día, José María”, sin saber que tenía las horas contadas.
La mirada triste, desconfiada como los runas que no creen en los mistis que los engañaron siempre, el rictus de la boca con una antigua tristeza, las sienes más plateadas y la voz que nunca perdió su acento andino. José María no dejó presentir a nadie que se estaba despidiendo de la vida como un capitán que había cumplido con la misión que los Apus y sus pueblos le habían encargado.
“Quizás conmigo empieza a cerrarse un siglo y se abre otro”, anotó en su último diario.
Es posible que los hombres del Ande sean más libres y alcancen un día sus ansias de justicia. Pero, al mismo tiempo, están olvidando las conmovedoras historias que mantuvieron altas las banderas de su alma. Tengo mucho que contar del famoso escritor. Será otro día con más calma. Con José María tuvimos acuerdos y desacuerdos, yo soy una mujer íntegramente andina, pero nunca se quebró la amistad y el afecto que nos unía. Para mí siempre fue y será una montaña, el Apu, a quien admiré mucho antes de conocerle y seguiré admirando por llevar magistralmente nuestro sentir, nuestra alma, a sus obras. El homenaje justo del gobierno y las instituciones de cultura sería publicarlas nuevamente para los jóvenes. Está de más cualquier otro en que se le nombre superficialmente, como escribir con los dedos sobre el agua.
(*) Publicado originalmente el 16 de abril de 2011.
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