miércoles, 28 de noviembre de 2012

El retablista doctor (*)




Fotografías (de arriba-abajo):
1. Jesús Urbano Rojas con un retablo representando el taller de sombreros.
2. Retablo. Madera y pasta policromada. Jesús Urbano R. Ayacucho.
3. Detalle de un retablo de Jesús Urbano R.


Por  Alfonsina Barrionuevo

Ese día San Marcos se vistió de gala y fue una actuación impresionante. Me conmovió de veras porque Jesús Urbano Rojas, que lucha a brazo partido por el arte de su pueblo, aunque viva en Chaclacayo es una gran persona. Si pudieran regresar del polvo los imagineros de Ayacucho, Cusco, Puno y Apurímac, lo hubieran rodeado para darle un abrazo con todo el calor de sus entrañas. Antes había gremios y, aunque fueran solamente los precursores del retablo, se hubieran sentido satisfechos con el honor que la cuatricentenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos otorgó a su ilustre miembro del penúltimo año del siglo XX.

Los veo por un momento tomar el rumbo de los chakiñan o estrechas sendas de pie, salir de sus talleres instalados a la sombra de los molles amigos, dejar las ferias donde iban a vender sus trabajos, para repletar la severa sala donde el Escudo de San Marcos preside los austeros sillones académicos de cuero.

Quienes admiramos a los artistas populares, nuestros maestros creadores, nos sentimos conmovidos con el acto solemne. Primero, la presencia augusta de las autoridades universitarias de mayor rango con sus togas, sus medallas y sus cintas. Luego, el protocolo de ingreso. Una especie de procesión que parecía arrancada de siglos pasados. El secretario caminando por el pasadizo alfombrado a paso lento y, siguiéndole, a unos metros de distancia Jesús Urbano ensimismado en otro mundo.

¿Adónde más podía llegar el muchacho que no quiso ser un buey despanzurrado en los surcos huantinos y que aprendió de reojo, viendo de lejos, el arte de Joaquín López Antay? Miro la hermosa cartilla del ceremonial amarrada con un cintillo de hilo de oro. Recuerdo a Jesús Urbano Rojas caminando conmigo por las calles de Huamanga. Entonces me contó que su maestro le mandó sacar los clavos de los cajones de fruta en su patio y le decía, en son de broma, ¿así se aprende, muchacho?

Hasta que un día en un concurso en que ambos compitieron, el muchacho, el jardinero de sus macetas con flores de ruda, el afilador de sus tablas de madera de plátano, le ganó el primer premio y siguió adelante. Tenía que ser Pablo Macera, historiador, investigador y director del Seminario de Historia Rural Andina, quien hiciera la presentación del ¿doctorando? En su discurso ameno, con palabras galanas, donde reseñó sus méritos y terminó pidiendo al Rector que le impusiera las insignias y le entregara el diploma que lo incorporara al claustro de doctores de San Marcos, como doctor honoris causa. Un momento emocionante, un Jesús con su toga y sus insignias diciendo en la tribuna, ¿cómo puedo ser doctor cuando todavía no he terminado de aprender?

Un acto memorable en el camino de su vida. Ha pasado tiempo desde que innovó siguiendo a López Antay el cajón San Marcos para convertirlo en un retablo de maravillas, amasando más de media vida el yeso con la papa y el níspero para crear las figuritas tradicionales.

Hablando por radio en qechwa dijo por qué quería sacar afuera lo que tenía adentro, y después, en castellano, introduciendo a los jóvenes en las viejas artes con otros artistas. Siempre la vocación de enseñar, una vocación que pasa por encima de los academicismos y lograr un imposible. El primer doctor honoris causa de la década de las Universidades de Sud América es un artista de pueblo. Por supuesto un alto honor que apoya su obra inconmensurable.


(*) Publicado originalmente el 10 de mayo de 2007.


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